lunes, 17 de octubre de 2011

Esperanza

Había sido otro día de trabajo frenético. La jornada estaba por acabar y aún tenía multitud de asuntos que terminar antes de poder marcharse a su casa. Suena el teléfono. Él lo escucha, mira, pero no lo atiende. Estaba cansado de más como para oír cualquier otra historia. Sigue sonando impertinentemente. Parece que tenga vida propia y no esté dispuesto a dejar de molestar hasta que se le atienda. Con desgana alarga la mano y levanta el auricular. Al otro lado de la línea una voz femenina le suplica que la espere que ha tenido problemas con el tráfico y no ha podido llegar antes. Que está aparcando y en cinco minutos estará en el despacho. Demasiado tarde. No había de haber contestado. Era incapaz de decir un no, siempre lo había sido, a pesar de ser consciente que se le complicaría la tarde. Tal vez haber elegido ser psiquiatra no era la mejor de las decisiones que podía haber tomado un hombre como él. La empatía en exceso le llevaba a nunca negarse a atender a sus pacientes por impuntuales, pesados, maleducados, que llegaran a ser. Esa empatía que le hacía recordar las palabras, frases, comentarios, gestos de sus pacientes y sentirlos como propios en más de una ocasión le había jugado malas pasadas. Pero era tarde para cambiar. Más de veinte años de ejercicio profesional no se cambian en un abrir y cerrar de ojos y él era psiquiatra no oftalmólogo.

Tal como era de esperar salió tarde del trabajo. En lugar de tomar el metro decidió dar una vuelta a pie y meditar sobre algunas de las historias que le habían contado a lo largo de la mañana sus pacientes. Estaba cansado y la perspectiva de tener que trabajar por la tarde le aumentaba la sensación de hastío. Y más cuando ni siquiera tendría tiempo de descansar del exceso laboral de la mañana.

Al dejar tras de sí el muro que rodeaba el hospital se acordó de una vez que mientras cerraba la puerta de su despacho se encontró con alguien que ya había pasado varías veces por rupturas y desengaños sentimentales y le contó que la gente estaba equivocada, que mantenía vanas esperanzas de avivar fuegos ya apagados, pasiones olvidadas, amores derrotados. Que esa gente luchaba por causas perdidas con la idea que la esperanza era lo último que se pierde y demasiado tarde se daban cuenta de su error. Malgastando días de su vida en una lucha condenada al fracaso. Cuando se muere el amor que alguien siente por ti no tiene sentido pelear contra el destino. Cerró los ojos y ladeó la cabeza en un intento de apartar pensamientos tan negativos. Bastante duro había sido el pase de visita. Hay días que parecen torcerse desde buen principio. El primer paciente que atendió marcó el patrón del resto de las visitas. Juan era uno de aquellos pacientes que cuando crees que ya ha contado todo y haces el amago de levantarte para despedirte en ese preciso instante él aprovecha para iniciar un nuevo relato de otro problema de los muchos que tiene. Y tras finalmente contar casi todas sus dolencias, pues marchó de mala gana haciendo demostración que lo echaban sin haberle dejado contar todo lo que le ocurría aterrizaron muchos más como él.

El sol estaba alto y aunque el otoño avanzaba seguía haciendo calor. Buscó la sombra de los árboles al tiempo que caminaba. Y mientras paseaba bajo ellos le vino a la memoria la vez que saliendo de una reunión y hallándose sentado en un banco bajo un inmenso olmo alguien le contó que el amor como la vida una vez se agota no resucita salvo en contadas excepciones que recogen los libros de historia o la Biblia. En ocasiones, pensó, arrastramos con nosotros los valores que vimos en nuestros padres y abuelos e intentamos mantener los mismos esquemas que observamos en ellos. Pero nosotros no somos ellos y nuestro tiempo no es su tiempo.

Tenía que regresar, en un cuarto de hora empezaría de muevo el vaivén de pacientes y no había podido ni siquiera tomarse un café. Qué día, pensó, es de aquellos en los cuales mejor sería no haberse levantado. De vuelta y al pasar por una vieja marisquería se acordó de una vez que estando comiendo con un buen amigo, éste le contó que la vida era demasiado corta para permanecer enfadado, que no valía la pena. Que si amabas a alguien no debías dejar que la amargura creciera entre ambos.

Entró en su despacho se puso la bata y llamó a su primer paciente de la tarde. Y mientras esperaba que entrase por la puerta se dio cuenta que en ese breve periodo de tiempo que había estado paseando no se había recordado de sus pacientes de la mañana. Se había visto a si mismo todo el tiempo y entendió entonces que amar, querer, son sentimientos que requieren retroalimentación y si esta no existe la esperanza no es lo último que debe perderse sino lo primero.

3 comentarios:

  1. Vente, vente al Dojo que verás que rápido te quito el malestar psicológico :))))

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  2. Ja m'agradaria ja però això no es per resoldre amb un parell de men (o potser si)

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  3. Dependerà sempre del tipus de men giri, localització del cop i sobre tot, persona selecciona per rebre'l :))))

    Encaixades

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