domingo, 13 de noviembre de 2011

La mitad, el doble, el triple

Tenía los cuarenta ya cumplidos hacía ya bastante tiempo y las arrugas de su cara se lo gritaban a cada despertar. Otoño, además, le recordaba que igualmente hacía tiempo que debía dejar de fumar, con el frío todas las mañanas se despertaba con una molesta tos que solo calmaba con el primer cigarrillo para tras éste volver a empezar. Las canas que adornaban su media melena que recogía en una coleta con unos elásticos le daban un aire entre intelectual y moderno pero su barriga echaba por tierra cualquier intento de considerarse un galán maduro.

Tras cumplir las rutinas de aseo de todos los días, que mantenía incluso los domingos empezándolos del mismo modo, se vistió con lo primero que encontró, uno de tantos pantalones tejanos y una de tantas camisas a cuadros que constituían su uniforme vestuario, y salió al trabajo. Por el camino se cruzó con un ejército de hombres grises que se dirigían a sus ocupaciones. Gente de su edad, encorbatada y trajeada, gente mayor ya con abrigos y bufandas, gente más joven con sus ropas rasgadas y vestidos de cualquier manera. Hombres grises que habían perdido toda esperanza de ser hombres. Hombres que habían sucumbido a sus rutinas y a la rutina.

Entró en su despacho con la firme decisión de cambiar su vida. Abandonaría el tabaco, empezaría un régimen, se apuntaría a un gimnasio...¡Cuántas veces se había dicho lo mismo en los últimos años! Suspiró y abrió su cartera como todos los días. Extrajo primero su pluma, una Montblanc que le regalaron sus amigos al acabar el máster de gestión, y la dejó en perfecto paralelo con el fajo de expedientes que aún tenía de terminar. La semana se le había echo tremendamente larga por el exceso de trabajo diario. Con la excusa de la crisis, de que eran funcionarios y tenían trabajo mientras que mucha gente sufría los rigores del trabajo, en su departamento les habían ido recortando primero el sueldo, luego los beneficios sociales y ahora les regalaban un exceso de trabajo. Cada día cuando parecía que iba a concluir los expedientes aparecía el supervisor de área y con una palmada en la espalda le decía, Jorge, ¿verdad que podrás analizar este expediente hoy? Ya sabes, los de arriba lo quieren para ayer. Y antes de irse con otro expediente para otro despacho lanzaba al aire una exclamación de pena solidaria que no dejaba de ser a la par una velada amenaza, hay que ver lo mal que está la cosa.

Tenía de estar contento. Tenía trabajo, salud, y un apartamento de 30 metros cuadrados para él solo. Bueno, para él y su gato Eco. Suspiró como solía hacer cada día delante de los expedientes y abrió el primero. Zheng Tse, un comerciante cantonés que solicitaba un permiso de obras para ampliar su negocio a un edificio vecino. Revisó la documentación del expediente y decidió que haría una visita de inspección al local del chino. Tenía curiosidad por conocer personalmente al Señor Zheng. Llevaba más de veinte años trabajando en el ayuntamiento y a pesar de la que la inmigración asiática representaba más de una quinta parte de la población del barrio nunca hasta ahora le había correspondido un expediente de uno de ellos.

Cerró su pluma, agrupó los papeles del expediente y dio unos golpes con ellos sobre la mesa ordenándolos de modo que ninguno sobresaliese del cartón que hacía las funciones de dossier. Con meticulosidad introdujo la documentación en su cartera y en un bolsillo lateral de la misma guardó su pluma. Apartó la silla de la mesa y tras levantarse volvió a colocarla con el respaldo rozando el borde de la misma pero sin tocarla como siempre la dejaba. Su obsesión por el orden y su intento de compensar esa rigidez en su vida con su aspecto estudiosamente descuidado siempre habían sido motivo de comentario en la oficina.

Entrar en el barrio chino era entrar en otra ciudad, otro país, dentro del mismo barrio. Carteles en chino, tiendas de alimentación con productos exóticos rotulados con grafías para él ininteligibles, un olor típico y distinto al del resto de la ciudad,... Sonidos, voces, que le transportaban a otra realidad, otro mundo, otro tiempo. Preguntó por el señor Zheng en varias tiendas y a pesar que todos parecían conocerle nadie sabía dónde vivía y dónde se hallaba el local para el cual había solicitado un permiso de obras. La calle que figuraba en el expediente se hallaba en el extremo sur del barrio donde acababa la ciudad y dividía un solar yermo en dos mitades. El chino debía haberse confundido cuando hizo la solicitud pensó Jorge situado en medio de la calzada mirando a ambos lados. Allí no había ningún local, qué local, ni siquiera ningún edificio. Solo terrenos recubiertos por malas hierbas y algunos troncos desnudos de árboles muertos.

Un viento frío le sacó de su ensimismamiento y le devolvió al mundo en forma de escalofrío y golpe de tos. Lanzó al suelo el cigarrillo que tenía entre los dedos y lo apagó con la puntera del zapato. Maldito chino, pensó, aún agarraré un resfriado por su culpa. No les deberían autorizar residir si ni siquiera conocen el idioma y el sitio a dónde van. Ya se imaginaba de vuelta al calor de su despacho lanzando con fuerza y estruendo el tampón rojo con letras mayúsculas, denegado, sobre el expediente del inexistente local. Giró sobre sus talones y emprendió la vuelta malhumorado hacía la estación del metro.

Entrar en el andén y ver como se le escapaba el tren fue todo uno. Y ya son las dos del medio día, pensó en voz alta. Tendría de esperar casi 10 minutos al siguiente metro. Tuvo un nuevo ataque de tos. La estación, especialmente húmeda y poco acogedora, tampoco ayudaba a mejorar su predisposición por el señor Zheng. Decidió, mientras esperaba al siguiente tren, revisar de nuevo el expediente y anotar todos los fallos administrativos que contuviera para no dejar resquicio a una posible resolución favorable en el futuro. Armado con un rotulador fluorescente iba remarcando con fruición todos los párrafos susceptibles de ser interpretados negativamente a la solicitud. El ruido que originaba la proximidad del tren le puso de nuevo en alerta. Ordenó los papeles y cuando iba a guardarlos en el interior de la cartera la corriente de viento que generó el metro al entrar en la estación los lanzó por todo lo largo del andén. Refunfuñando corrió a recogerlos, pero antes de tenerlos de nuevo todos en el pliego ya sonaba el pitido avisando del cierre de las puertas. No era su día, pero tampoco lo sería para el señor Zheng, pensó con acritud.

Tenía hambre y le apetecía encender un cigarro para calmar sus nervios. Así que salió de la estación, se puso un pitillo entre los labios y empezó a caminar buscando un bar que no fuera de chinos en el barrio chino. Aburrido acabó entrando en un bar igual como otros tantos bares salvo por el camarero ser chino. Preguntó si podía fumar y pidió un bocadillo y una cerveza. En la pared tras del mostrador una foto de familia con múltiples ancianos que debían ser más que octogenarios. Jorge, más por pasar el tiempo que por otra cosa, le preguntó al camarero si era el propietario del bar y si la foto era de su familia, así como sobre la cantidad de ancianos saludables que aparentemente había en China y acerca de la medicina tradicional china. Si había algún secreto para vivir más y mejor.

El joven sonrió y le contestó que sí, que era el propietario y que era su familia, en cuanto a la longevidad le dijo que era muy simple, que tenían un refrán para eso, solo se trataba de comer la mitad, caminar el doble y reír el triple.

Así que Jorge decidió poner en práctica el consejo. Se disculpó por dejarse la mitad del bocadillo y decidió regresar caminando al trabajo, lo de reírse estaba más difícil. El señor Zheng le había dado la mañana y ni siquiera lo había visto ni sabía como era. De vuelta en la oficina revisó los papeles del expediente mientras untaba el tampón rojo. El local no estaba en la calle General Gastón si no en la calle General Paton. Había ido a una dirección equivocada. Revisando las especificaciones técnicas se dio cuenta de que era un bar y fue entonces cuando cayó que había estado comiendo en un bar de esa misma calle, el único que había antes de abandonar el barrio chino. Era el mismo en el cual había estado tomando la cerveza y charlando con el joven propietario, el señor Zheng. Y fue entonces cuando pudo cumplir el refrán, reír el triple, y mejor si es de uno mismo para alargar la vida.

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